jueves, 5 de marzo de 2009

Un desierto propio

por Andrés Neuman
No-Retornable, Argentina



















Si tuviera que destacar uno de los múltiples dones literarios de Roberto Bolaño, creo que elegiría la desesperación. Su fecunda desesperación por vivir, por escribir, por contar. Bolaño no narraba las historias, las necesitaba. Su escritura tiene una cualidad profundamente agónica y quizá por eso nos conmueve tanto, hable de crímenes o enciclopedias, de sexo o metonimias. La metaliteratura de Bolaño es más bien una apariencia, porque su referente último no es la literatura misma sino una moral vital. Esa pulsión vital suele faltar en los autores metaliterarios. No es que uno pretenda que literatura y vida son fenómenos separados: es que, precisamente por hallarse tan unidas, lo que uno le pide a la vida es que sepa ser literaria, y a la literatura que sepa ser vital. En esa imbricación Bolaño era un maestro. Nada consta en sus textos como dato, todo está en estertor.

Al comienzo de ‘La universidad desconocida’, leemos el amargo lamento de Bolaño por los rechazos editoriales que había recibido hasta entonces. Si (como él temía) se hubiera ido en aquel momento, quizá no estaríamos hablando de él: fue sobre todo en esos últimos años de supervivencia, en titánica carrera contra el tiempo, cuando un Bolaño inmensamente provisional le propinó a la eternidad media docena de obras maestras. Muchos de los poemas de este tomo póstumo, que nombraban la frustración de quien se sentía soslayado, funcionan como una autoafirmación en el vacío: si estoy en el desierto, parecía profetizar Bolaño, entonces el desierto es mío. Así fue. Bolaño se apropió de un espacio nuevo y gigantesco en el que no estaba nadie. Y en sus libros no dejó de fascinarse ante imágenes desérticas, ante la epifanía del gran páramo que alguien contempla a solas como un Friedrich canalla.

Sería un ingenuo error suponer que Bolaño jamás deseó el éxito. Sencillamente, a determinada edad, se hartó de esperarlo. Nada olímpico había en su figura: si Bolaño hubiese sido ajeno a ciertas cuestiones terrenales, no habría sido el escritor desgarrado y visceral que fue. Bolaño siempre quiso ser reconocido. Y siguió pensando en ello incluso después de lograrlo, como se advierte leyendo el rencoroso (y quizá gratuito) texto final de ‘El gaucho insufrible’. La diferencia entre él y otros no era esa; sino su colosal, infrecuente talento. Y su convicción inquebrantable de que, pase lo que pase, se realicen o no las ambiciones, un escritor de sangre se educa escribiendo, vive escribiendo y muere escribiendo. Contra viento y marea. Contra todo y contra todos. También contra sí mismo. Esa fue su radical universidad.